Por Débora Ávila

Pero, esta vez, sus motores no se pusieron en marcha para producir maquinaria pesada a ritmo de desigualdad. La renovada catedral (como siempre se la conoció en el barrio por su particular alzado), acogió un proyecto bien distinto al que en sus orígenes proyectaron los industriales Boetticher y Navarro. Sus naves no albergaron a centenares (por momentos más de mil) trabajadores convertidos en mano de obra barata para el enriquecimiento de unos pocos. Sus gruesos muros, no se encargaron, esta vez, de contener la injusticia: ni la que condenó a las gentes de Villaverde a no salir de la cadena de montaje; ni la que, décadas después, cuando la empresa se declaró en suspensión de pagos, dejó a sus aún cerca de 200 empleados sin cobrar los salarios que les correspondían. Ni, por supuesto, tuvimos la tristeza de ver sus paredes, cuando la ruina y el abandono se apoderaron de ellas, haciendo las veces de frío e inhóspito refugio, improvisado hogar de los nuevos obreros de la construcción, cuando no de precario espacio de recreo para aquellos expulsados de parques y espacios públicos por no adecuarse a lo que (no se sabe quien) ha definido como uso legítimo de los mismos.

No. Los motores de la nave Boetticher se pusieron en marcha esta vez para todo lo contrario. Los accionaron un centenar de personas convocadas con la más sencilla y potente idea que pueda juntar a nadie: atreverse a experimentar entre todas para mejorar la vida en común. Las naves se llenaron durante tres intensas semanas de mesas, sillas, ideas, cacharros, bocetos, ordenadores, maquetas, susurros, gritos, risas, silencios… La cadena de montaje abandonó su linealidad y secuencialidad para dar espacio a la creatividad, al tanteo, a los cruces y los encuentros… Y los muros no pudieron contener la energía creada en el sueño de nuevos posibles: porque ese sueño estaba hecho de barrio. Por eso los proyectos permearon las paredes de la nave: salieron a las calles de Villaverde, al encuentro con sus vecinos, con sus muros grises, con sus zonas de abandono, con sus asociaciones, sus huertos, sus parques. Salieron a pregonar, a cocinar, a pintar, a construir nuevos espacios, a abrir los que ya existen, a narrar historias, a tejer alianzas…

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Hubo también espacio para perderse, para el bloqueo, para toparse con límites y problemas, para pensar cómo desafiarlos, para reconducirse. Para el desencuentro y, por qué no, para la ruptura. Para la prueba, y para el error. Pero, al fin y al cabo, esto también son ingredientes necesarios de un laboratorio ciudadano.

¿Y Yo? Yo me permití el lujo de danzar al compás del viento que recorría las amplias naves, de todas y cada una de las letras que componen el verbo experimentar. Me dejé contagiar de los buenos momentos, aprendiendo a cada instante de todos y cada uno de los proyectos y de las personas que los constituían. También de todo el equipo de mentoras, mediadores, coordinadoras y asistentes técnicos, encargadas de acompañar a estos proyectos cuando se enfrentaron al reto de ponerse a prueba, de hacer de la idea soñada un prototipo capaz de ensayarse en la práctica. No fue tarea sencilla: imposibles como son de prever, los desbordes de lo social en movimiento imponen dosis de improvisación y de inteligencia colectiva que, como no podía ser de otro modo, no faltaron en la comunidad que en esas semanas creamos.

Y es quizá esa palabra que acaba de colarse en este texto, la que con más fuerza y potencia resume Villaverde Experimenta. He optado a propósito por no detenerme en ninguno de los proyectos, por no hacer un balance hecho de particularidades. Porque cuando los motores de la nave se pusieron de nuevo en marcha, lo que produjeron fue, precisamente, una comunidad. No hay mayor maquinaria para el cambio que la imagen que todos nos llevamos muy adentro: la de decenas de personas juntas, trabajando y colaborando entre ellas para construir un barrio mejor. La soledad, la desconexión y el desconocimiento de los mundos intransitivos que pueblan nuestras vidas, se tornó en una comunidad de gentes que se conocieron y reconocieron formando parte de lo mismo. Más allá de los posibles que cada proyecto abriese, ese hacer en común es el mayor legado que deja Villaverde Experimenta. Ojalá que los lazos creados sean tan resistentes como la maquinaria pesada que salía de esta misma nave, el siglo pasado.

Fuente: http://medialab-prado.es/article/la-nave-boetticher-volvio-a-rugir