Moratalaz es el distrito que queda en la frontera al lado de mi barrio actual, en Vallecas. Cuando me propusieron coordinar el Experimenta morataleño (distrito que yo misma elegí por ser, por cercanía, en el que entendía que podía tener una mayor afinidad), de repente vi ese territorio que quedaba a la derecha del 20, el autobús que a veces cojo en la Plaza del Garden para llegar a Sol, con una mirada diferente a la que había depositado en aquél lugar hasta entonces.
De Moratalaz conocía a un antiguo novio, que salió del barrio en la adolescencia tras una trayectoria de fracaso escolar que le llevó a abandonar pronto la vida académica y a salir, también muy pronto, en una foto de portada en El País, con el desalojo de La Guindalera, allá por el año 97, con el disgusto consiguiente de la familia y la gloria heroica otorgada por el movimiento de okupación madrileño. Se fue a surcar los mares y de cuando en cuando vuelve al barrio a visitar a a su madre, ahora ya mayor y planteándose volver al pueblo, al verse sola y sin muchas oportunidades de vida social en el lugar donde vinieron a vivir en los 60.
También conocía las fiestas que hace unos años se hacían en La Salamandra, un colegio abandonado, actualmente cedido por la Junta de Distrito, donde viví un concierto de jazz espectacular que recuerdo como una sorpresa inesperada dentro de aquél urbanismo donde todas las calles se llaman igual y era imposible no perderse, y que no parecía tener ni un mal bar en el que parar a tomarse un café.
Ahora, googleando, descubrí anécdotas como que en Moratalaz se había ganado el record Guinnes por haberse hecho la paella más grande de la historia, esa que salía en el anuncio de fairy, pero que organizaron unos vecinos valencianos emigrados en el distrito. Hubo paella para todo el vecindario. También descubrí un poco de la historia, de la que no tenía ni idea, y de los pocos años de vida que Moratalaz tenía en comparación con la ciudad de Madrid.
Según datos estadísticos del padrón municipal, Moratalaz hoy cuenta con 37.229 hogares, de los cuales 6824 son habitados por dos personas, al menos una de ellas mayor de 65 años, y 4491 por mujeres, también mayores de 65 años, que viven solas.
Desde estas primeras impresiones, hemos ido conociendo a la gente que se cuenta en estas estadísticas. Hemos ido conociendo qué significa ser una mujer jubilada, o casi, viviendo sola en Moratalaz o teniendo a su cargo a sus madres o nietos.
Una de ellas nos contaba cómo años atrás había convertido su casa en un piso de acogida para migrantes, pese al refunfuño y la crítica del vecindario, y cómo ahora, con su madre enferma y en cama a su cuidado 24h, el terreno bajo su bloque se había convertido en un jardín que le reconfortaba de los sinsabores de la vida y le llenaba de vitalidad, pese a que la contrata municipal le segaba una y otra vez cada nuevo brote que agarraba y florecía en esa tierra yerma llena de cascotes.
Otra nos contaba que en su infancia como hija de inmigrantes en Suiza, vivió una cultura muy diferente a las de las mujeres de la España de los 60 que le hizo sentirse poco integrada al regresar al país ya en la adolescencia, y ver la sumisión de sus compatriotas. Ahora, a pesar de su cualificación por la experiencia acumulada en un montón de empresas y labores: empresas familiares, multinacionales,…etc, había recibido un despido unos años antes de la jubilación que le había dejado a las puertas de conseguir una buena pensión, mientras, sin ingresos, se hacia cargo de su nieta, y lidiaba con la miopía (figurada) con la que se sentía percibida por su descendencia familiar, sin motivación por haber aprendido nunca un idioma, y a cuyo yerno dejó con la boca abierta cuando la abuela se pasó un fin de semana haciéndoles de traductora al perfecto alemán de unos invitados que acogieron en casa.
Hemos ido conociendo qué significan las estadísticas del paro, qué significa la historia y el urbanismo del distrito y cómo se imprime en la vida de la gente el diseño de viviendas de reabsorción y edificios de realojo, en los que la crisis ha hecho que ahora haya hasta cuatro generaciones conviviendo en muchas de las viviendas familiares de El Ruedo, o donde la mayoría de los niños y niñas de La Herradura han terminado yendo a vivir a la Cañada Real. Mientras, las oportunidades laborales pasan por dominar el paquete Office de la multimillonaria Microsoft, para competir con unos cientos, cuando no miles de otras personas, infinitamente más disciplinadas en los dominios que invitan a listarse en las plataformas del Infojobs. La mayoría de conciudadanos del vecindario siguen sin haber pasado nunca por allí y, fácilmente, escuchamos como están marcados los estereotipos con comentarios del tipo: «El Ruedo ya no es un sitio tan peligroso porque allí ya no quedan casi gitanos».
Como contrapartida, la música se ha convertido en una de las únicas salidas que se ven como posibles para no sentirse atrapados en una ratonera, que cantaba Amaral, motivando su impulso y creación desde muy jóvenes. ,
Hemos ido conociendo que hay un montón de iniciativas musicales, de música rapera nacida en el barrio, de música de coros de iniciativas vinculadas a la iglesia y de música de coro de iniciativas no religiosas, de grupos de blues, de grupos que se están iniciando y de músicos que vienen de las diferentes escuelas en el territorio. Y hemos entendido qué significa que no haya habido espacios donde los músicos conozcan a otros músicos,…pero también que no haya más espacios para la gente de 80 años, que ya no quieren ir al hogar de ancianos a bailar sevillanas. Porque hemos conocido que hay una nueva generación de 80 que lo que les motiva es la literatura, la ciencia, la poesía, o una amena conversación que no pasa por el baile folclórico con adornos de banderitas cañís, o de ponerse delante de un televisor enorme frente a El Sálvame.
LLegar a Moratalaz con la misma mirada abierta a descubrir, con la que voy cuando me he hecho algún viaje a un país o una cultura diferente, se ha convertido en una aventura apasionante que queda al lado de casa, y que me está ayudando a entender qué hay detrás de todos esos edificios que he mirado sin interés desde la ventanilla del bus todas esas ocasiones que pasaba por allí, donde si me hubieran preguntado, hubiera dicho que allí no había nada.
Después de recibir más de 30 proyectos y de ver cómo algunos de ellos ya se han desmarcado del número prefijado de colaboraciones, la lección aprendida solo puede ser que potenciar la innovación ciudadana debe hacerse desde esa ciudadanía a la que los programas culturales deben mirar para no imponer unos límites que se han decidido sin contar con ella, prefijados por las dimensiones de un espacio o los marcados por un tiempo predeterminados desde el centro.
Porque si algo tiene experimentar, es que permite crear modelos adaptados a las necesidades de la gente, que pueden convertirse en modelos instituyentes. ¿Cómo serían esos proyectos si hubiera 100, 1ooo, 3000 personas dispuestas a colaborar y qué tipo de programa tendría que diseñarse para no perder ese valor? Es hacerse esa pregunta la que nos ayudará a pensar qué modelos de programas pueden denominarse realmente con el apelativo que se está dando en llamar “cultura de proximidad”.
Eso es un laboratorio ciudadano y nuestro papel solo puede ser cuidar los nuevos patrones que instauramos, cuyo límite debe estar constituido por lo que en cada territorio es la ciudadanía, al tiempo que ayudamos a que ese límite se amplie hasta el infinito.
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